El sabor de Bahía Solano

Huina, una playa de tonos ocre cerca de Bahía Solano, espera a quienes buscan explorar el Pacífico colombiano. En este destino el mar ofrece sus delicias todos los días. El atún es una de ellas.

La espuma llega suavemente hasta la arena frente al hotel Playa de Oro Lodge, en Huina, 20 minutos al sur de Bahía Solano (Chocó). Foto: Juan Uribe

La espuma llega suavemente hasta la arena frente al hotel Playa de Oro Lodge, en Huina, 20 minutos al sur de Bahía Solano (Chocó). Foto: Juan Uribe

Juan Uribe

Especial para Satena

Las nubes grises se hacen más oscuras a medida que avanza la caminata desde Huina, una playa de arena bronceada que está ubicada 20 minutos al sur de Bahía Solano. Cinco turistas, entre ellos una francesa y un inglés, siguen los pasos del guía, Giovanny Rivas, que los conduce hasta los riachuelo de Juná.

Mientras los viajeros calculan con cuidado cada paso para evitar resbalarse en el fango que ha producido la tormenta de la víspera, un niño de unos 8 años los sigue descalzo y sostiene un cacao que acaba de recoger del sendero. Golpea el fruto amarillo contra un árbol para partirlo en dos y darles a probar a los visitantes. Queda expuesta una telilla blanca, húmeda y gruesa que rodea cada pepa negra. Es ácida y dulce a la vez, y el aroma que despide tiene la frescura de la lluvia que ya empieza a rociar la selva.

En este punto del Chocó, como en el resto del departamento, nada es artificial. Desde la llegada, incluso, se advierte que este es un lugar donde las imposturas sobran. Aquí, luego de bajar del avión y recoger las maletas, es posible caminar algunos pasos fuera del aeropuerto para sentarse en un restaurante con paredes de madera y techo de lata a comer un atún que hasta hace pocas horas estaba nadando en el océano Pacífico.

Atún, una de las delicias que se pueden probar en Bahía Solano. Foto: Juan Uribe

Atún, una de las delicias que se pueden probar en Bahía Solano. Foto: Juan Uribe

Se comprende muy pronto que este es un destino auténtico. Basta hablar con María Agraciada Palacio, una cocinera que está por cumplir 70 años y que todos los días se levanta a darle sabor a la vida. Ella explica que la clave del gusto especial que nace de los fogones chocoanos está en cocinar con leña y en usar hierbas como cilantro y albahaca. El atún que María Agraciada sirve lo marina con vinagre, limón y ajo y se puede comer con un arroz de coco para el que emplea una fórmula generosa: “A seis libras de arroz les echo cinco cocos”, dice.

María Agraciada Palacio, cocinera que prepara un atún exquisito junto al aeropuerto de Bahía Solano. Foto: Juan Uribe

María Agraciada Palacio, cocinera que prepara un atún exquisito junto al aeropuerto de Bahía Solano. Foto: Juan Uribe

Carlos Zúñiga, un hombre de 30 años que transporta a los turistas en motocarro en el municipio, coincide con María Agraciada en que el pescado que se come a la orilla del mar es distinto del que se consigue en otras partes. “El pescado que te comes aquí es fresco, con toda la leche encima. No es como el de la ciudad, que viene congelado”, afirma. Añade que es usual ver a la gente pescar en el muelle. Allí, la entretención de varios niños consiste en lanzar un nylon con una carnada en el anzuelo para sacar jureles, bravos o corrocorros. Cualquier pez que pique estará revolcándose sobre el cemento del muelle unos segundos más tarde.

Una playa con ‘shows’

Al mirar hacia la costa desde la lancha que lleva a los turistas a Playa de Oro Lodge, en Huina, el Pacífico se transforma en un espejo donde se refleja el verde esmeralda de la selva, que llega hasta el borde de la playa como si quisiera tragarse el mar. Rodeadas de palmeras, algunas casas de madera se han abierto espacio entre árboles que se aprietan en la loma que corre junto a la arena.

Los cangrejos colorados adornan la playa de Huina. Foto: Juan Uribe

Los cangrejos colorados adornan la playa de Huina. Foto: Juan Uribe

Ya en Huina, los caprichos de la marea rigen el comportamiento de personas y animales. Si el agua invade la costa, es fácil que las lanchas lleguen casi hasta la entrada del hotel; pero cuando las olas se repliegan, es necesario poner las embarcaciones sobre troncos y empujarlas hasta el césped. En esos momentos la playa se llena de cangrejos colorados que salen de sus agujeros y se convierte en un parque de diversiones para los habitantes de la zona.

La marea baja en Huina cada 15 días y deja una franja de arena de unos 60 metros en los que se puede jugar fútbol. Foto: Juan Uribe

La marea baja en Huina cada 15 días y deja una franja de arena de unos 60 metros en los que se puede jugar fútbol. Foto: Juan Uribe

Entonces, se aprecia un espectáculo que ofrecen algunos adolescentes al practicar su versión chocoana de surf: lanzan hacia adelante una tabla rectangular de madera sobre la arena húmeda, de tal forma que se desliza sobre una capa delgada de agua; luego corren detrás y saltan sobre ella, haciendo equilibrio de pie hasta chocar con las olas que vienen a su encuentro. Para impresionar a los espectadores que se agolpan bajo las palmeras, hacen algunas piruetas en el aire al caer.

Otra diversión consiste en jugar fútbol en la playa, algo que la luna permite hacer dos o tres días, durante algunas horas, cada dos semanas. Jefferson Pacheco, el arquero de uno de los equipos que disputan el partido de la tarde, acaba de salir de la cancha a causa de una lesión en la rodilla y explica que aquí se forma una franja de cerca de 60 metros en la que los postes de las porterías son guaduas que se clavan en la arena. El travesaño se acomoda entre las cuñas que se hacen en las guaduas verticales y los límites del campo se dibujan con palos que se arrastran con una punta hacia abajo.

Turistas en los riachuelos de Juná, a 15 minutos del hotel Playa de Oro Lodge, en Huina. Foto: Juan Uribe

Turistas en los riachuelos de Juná, a 15 minutos del hotel Playa de Oro Lodge, en Huina. Foto: Juan Uribe

Desde la playa también se ven algunas canoas de pescadores y, al fondo, los morros Vidales, cuya silueta semeja la de las jorobas de un camello acostado. De espaldas al mar, selva adentro, donde Giovanny Rivas guía a los visitantes, el camino hacia los riachuelos de Juná pasa cerca de la choza donde vive una familia indígena embera. Justo después se entra a un túnel formado por árboles cuya sombra produce la sensación de que el sol está a punto de ocultarse.

Al salir de esa especie de cueva vegetal, una cascada de no más de dos metros de altura baja por las rocas y refresca a quienes quieran sentarse debajo de ella a recibir un masaje helado en el cuello. Mientras tanto, algunas personas se toman fotos frente a la caída de agua, el niño descalzo sigue comiendo cacao y ofreciéndoles a los turistas; y otros se acuestan a flotar boca arriba a ver la lluvia que comienza a caer y se dispersa en pequeñas gotas que rebotan en las hojas de los árboles. Esa es otra de las pequeñas maravillas que suceden todos los días en Huina.

*Invitación de Satena y Playa de Oro Lodge.

Playa de Oro Lodge

Son 28 las habitaciones del hotel Playa de Oro Lodge, en Huina. Desde allí es posible conocer algunos sitios turísticos de la región, como Cabo Marzo y Nabugá (a unas dos horas hacia el norte, en lancha). Igualmente, los turistas pueden hacer excursiones para visitar playas tranquilas, ríos y cascadas.

Informes: http://www.hotelesdecostaacosta.com; (4) 361 7809 – Medellín -; 410 7773 – Bogotá -.

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Utría, santuario de las ballenas

Este Parque Nacional Natural, al que llegan las ballenas jorobadas en el segundo semestre del año, es ideal para bucear y para apreciar la biodiversidad del Pacífico colombiano.

Las cámaras apuntan a todos lados al entrar al Parque Nacional Natural Ensenada de Utría. Foto: Juan Uribe

Las cámaras apuntan a todos lados al entrar al Parque Nacional Natural Ensenada de Utría. Foto: Juan Uribe

 

El mar es la vía por la que se llega desde Bahía Solano hasta el Parque Nacional Natural (PNN) Ensenada de Utría. Los viajeros saben que han llegado porque a su izquierda ven un punto de arenas claras: Playa Blanca, adonde llegan buceadores de todo el mundo que también exploran las maravillas submarinas de la zona en las vecinas Punta Diego y Punta Esperanza.

Ubicada a unos 40 minutos en lancha hacia el sur de la playa de Huina, esta reserva natural es uno de los sitios preferidos de las ballenas jorobadas para dar a luz a sus crías entre julio y octubre, cuando se instalan en la zona luego de haber hecho un viaje de 9.000 kilómetros desde la fría Antártida.

Las ballenas, que también recorren la costa Pacífica de Suramérica en busca de aguas cálidas donde se puedan aparear, encuentran en Utría un lugar ideal para que sus ballenatos estén protegidos del peligro del mar abierto mientras se alimentan y aprenden a sobrevivir por su cuenta. Por eso no es inusual que durante la temporada de avistamiento de estos mamíferos se observe a algunas madres casi cargando a sus crías con las aletas.

“Las ballenas jorobadas (también llamadas yubarta) se identifican porque el borde interno de su cola es irregular, como mordisqueada. Se comienzan a ver esporádicamente en mayo”, dice Miguel Barco, funcionario de Parques Nacionales Naturales, quien recibe a los viajeros en el centro de visitantes del parque, que en sus 54.300 hectáreas de superficie marina y continental es una de las 26 reservas que tienen vocación ecoturística en Colombia.

Este lugar, en el que se aprecian cuatro ecosistemas (arrecifes coralinos, manglares, selva húmeda tropical y marino), no solo lo escogen las ballenas como punto de parada en sus viajes. Igualmente, allí llegan a desovar especies de tortugas que migran, como las marinas, las golfinas y las carey.

En el Parque Nacional Natural Ensenada de Utría, en el Chocó, se pueden apreciar mangles. Foto: Juan Uribe

En el Parque Nacional Natural Ensenada de Utría, en el Chocó, se pueden apreciar mangles. Foto: Juan Uribe

Un atractivo del PNN Ensenada de Utría es su sendero ecológico de 950 metros, una estructura de madera ubicada algunos metros sobre el piso que se puede recorrer mientras a ambos lados se aprecia la abundante biodiversidad de la región.

Entre otras cosas, aquí hay siete especies de mangle – de las 10 que se han registrado en el Pacífico colombiano -; variedades vegetales como el cohíba, el níspero y el comino; y, a lo lejos, en las lomas de la serranía del Baudó, una selva densa en la que crecen árboles de hasta 45 metros de altura.

 

 

Utría, en datos

El Parque Nacional Natural Ensenada de Utria fue creado en 1987.

Su temperatura oscila entre 23 y 30 grados centígrados.

En este PNN nacen los ríos Boroboro, Jurubidá, Baudó, Chori y Bojayá.

Algunos mangles en el parque pueden alcanzar los 15 metros de altura.

Esta es una de las zonas más lluviosas de Colombia, por lo que es recomendable llevar impermeable y ropa cómoda que se seque rápidamente.

Informes: Parques Nacionales Naturales de Colombia. http://www.parquesnacionales.gov.co

Los espectáculos de Múcura

A dos horas en lancha de Cartagena, hacia el suroccidente, se encuentra esta isla. Allí, en el hotel Punta Faro, los viajeros practican ‘snorkel’ y kayak. También pueden ver iguanas comiendo flores y visitan el islote de Santa Cruz.

El día comienza bien en Isla Múcura: con la arena suave de la playa del hotel Punta Faro. Foto: Juan Uribe

El día comienza bien en Isla Múcura: con la arena suave de la playa del hotel Punta Faro. Foto: Juan Uribe

La lancha que hace un rato llegó de Isla Múcura permanece anclada al fondo del arrecife de coral mientras la mecen las olas. Unos minutos atrás, durante el viaje de un cuarto de hora desde el hotel Punta Faro, algunos delfines dejaban ver sus aletas, como si quisieran preparar a los cuatro turistas que ocupaban la embarcación para lo que ahora están viendo bajo el agua.
Absortos ante un universo de colores, no les interesa nada más sino el espectáculo que contemplan a través de sus caretas, pocos metros bajo la superficie, donde estructuras que semejan cerebros enormes con laberintos grabados se levantan al lado de otras que tienen el aspecto de cactus con hojas planas y casi amarillas que apuntan al cielo.
Otros habitantes de esta vecindad submarina son erizos de espinas larguísimas; peces negros con puntos fosforescentes verdes y azules; morenas que se refugian entre las rocas y abren la boca hacia arriba como si fueran a engullir alguna presa; también, peces fucsia escondidos entre corales de color cobre; peces aguja plateados que brillan bajo la luz del sol filtrada en el agua. Los viajeros están tan distraídos que Juan Carlos Berrío, el guía que desde la embarcación se asegura de que sus pasajeros se encuentren bien, podría poner el motor en marcha e irse y ninguno se daría cuenta.
Ellos han estado entretenidos desde la víspera, cuando viajaron entre Cartagena y Múcura, una de las 10 islas que conforman el archipiélago de San Bernardo junto con las islas Boquerón, Palma, Panda, Mangle, Ceycén, Cabrana, Tintipán, Maravilla y un islote artificial (Santa Cruz del islote). En estos trozos de tierra, dispersos en un área de 213,3 kilómetros cuadrados en el norte del Golfo de Morrosquillo, la vida late a un ritmo pausado. Esto queda claro al desembarcar en Múcura, donde un letrero de madera da la bienvenida a los huéspedes: “Usted ha llegado al fin del afán”.

El almuerzo está servido para esta iguana: flores rojas de un árbol llamado uvita de playa. Foto: Juan Uribe

El almuerzo está servido para esta iguana: flores rojas de un árbol llamado uvita de playa. Foto: Juan Uribe

Es cierto. Después de tomar agua de coco bajo la sombra de un higuerón centenario, es irresistible el impulso de sacar de la maleta el vestido de baño, caminar hasta la playa para sentir la arena suave bajo los pies y entrar al agua verde, tibia y en calma de la pequeña bahía frente a la playa del hotel Punta Faro, donde cardúmenes de peces transparentes rozan las piernas. Allí, al flotar boca arriba en el mar, el organismo se deshace de la prisa que oprime la mente en la llamada ‘civilización’.

Arepas de huevo y otras delicias salen de la cocina de 'Los fritos de Nana', en el hotel Punta Faro. Foto: Juan Uribe

Arepas de huevo y otras delicias salen de la cocina de ‘Los fritos de Nana’, en el hotel Punta Faro. Foto: Juan Uribe

A vibrar en una onda de felicidad contribuye la comida, que es excelente: las arepas de huevo, la posta cartagenera y el arroz con coco, entre otras cosas. También ayuda presenciar espectáculos que ocurren todo el tiempo aquí y que sorprenden a los visitantes. Puede ser el de las maría mulatas – una aves de plumas negras algo azuladas¬– que se bañan en una fuente de piedra que arroja agua junto al restaurante o el de las iguanas que, bajo la mirada atenta de los huéspedes que descansan en la terraza de su habitación, comen las flores rojas de un árbol llamado uvita de playa.
Múcura mide 30 hectáreas, 10 de las cuales las ocupa el hotel Punta Faro. Desde aquí se ve hacia el norte la isla de Tintipán, a la que se llega en cinco minutos en lancha.

Los primeros pobladores de Barú comenzaron a llegar a Santa Cruz del Islote   en la primera mitad del siglo XIX. Desde entonces le han seguido ganando terreno al mar. Foto: Juan Uribe

Los primeros pobladores de Barú comenzaron a llegar a Santa Cruz del Islote en la primera mitad del siglo XIX. Desde entonces le han seguido ganando terreno al mar. Foto: Juan Uribe

Entre ambas está ubicado el islote de Santa Cruz, una colección de casas de colores apeñuscadas en una hectárea que parece haber sido trasplantada al Mar Caribe desde los cinturones de miseria de una ciudad. Allí, las casas de madera y de cemento pintadas de anaranjado, rojo, azul y amarillo traen a la memoria las fachadas del barrio de La Boca, en Buenos Aires.
En el islote las calles son tan estrechas que a veces es posible pasar de una acera a otra de un salto. Por las ventanas se asoman decenas de niños y brotan sonidos de acordeón de vallenatos. Las conversaciones y los gritos se sobreponen unos a otros y al frente de la única escuela, en la que se enseña hasta octavo grado, unos jóvenes descalzos disputan un partido de microfútbol en una cancha de cemento que tiene dos porterías de cerca de un metro de altura.
Al islote – explica Ricardo Ramos, guía en el hotel Punta Faro – comenzaron a llegar hace 165 años los primeros pobladores de Barú, que encontraron aquí un buen sitio para pescar. Desde entonces comenzaron a ganarle terreno al mar. “Esta es una isla que se fue agrandando con la caca del caracol y con piedras”, afirma Dionis Cordales, un pescador de 49 años que nació aquí.

Dionis Cordales (izquierda) y su hermano Guillermo conversan bajo la cruz pintada de azul, el monumento más importante de Santa Cruz del Islote. Foto: Juan Uribe

Dionis Cordales (izquierda) y su hermano Guillermo conversan bajo la cruz pintada de azul, el monumento más importante de Santa Cruz del Islote. Foto: Juan Uribe

Dionis está sentado cerca de la cancha de microfútbol, en los dos escalones sobre los que descansa la cruz pintada de azul, el monumento más importante de la comunidad. A su lado está su hermano Guillermo. Ambos vienen de una familia de 14 hermanos (siete hombres y siete mujeres).
Dionis tiene 49 años y gana dinero como buzo. Aunque su capacidad para bucear a pulmón ha disminuido (se ha reducido de los 32 metros de profundidad que alcanzaba en su juventud a los 15 de ahora), no cambia por nada su vida en el islote: “Esto es el fin del afán, el fin del estrés. No hay contaminación del aire ni ruido. En Cartagena uno puede salir y lo atropella un carro; aquí de pronto a un cayuquito lo golpea una lancha”, asegura y agrega que en esta época hay unas 540 personas en el islote, pero que la población aumenta hasta 900 cuando en vacaciones regresan los estudiantes que están en Cartagena y en Tolú.
Sobre la tranquilidad que se percibe entre los habitantes de la zona, Ramos añade que un factor determinante es el hecho de que en estas islas la gente no se enferma con frecuencia porque su dieta es sana y se fundamenta en lo que ofrece el mar: pargo rojo, cherna, langosta, caracol y pulpo, entre otras delicias. “Aquí no hay McDonald’s. El año pasado se murieron dos personas del islote: una vivía en Tolú y otra, en Cartagena”, añade.
De regreso en el hotel Punta Faro, los turistas se divierten en la playa. Algunos salen en un kayak para darle la vuelta a la isla; otros se montan en un paddle board – una tabla sobre la que se avanza de pie, hundiendo un remo en el agua –; y unos cuantos se asolean o leen. Entre tanto, los cuatro viajeros que el guía Juan Carlos Berrío cuida desde la lancha siguen entregados al mundo que se revela ante ellos.
Como si quisieran fijar profundamente en el cerebro cada color, casi ni parpadean y siguen contemplando los erizos, los peces negros con puntos fosforescentes, las morenas, los peces fucsia, los corales de color cobre y los peces aguja plateados. Aunque les gustaría quedarse más tiempo en el agua, Juan Carlos les anuncia que es hora de partir. El sol ya comienza a caer y en el cielo se adivina un fuego de tonos naranja. Ese es otro espectáculo que tampoco quieren perderse.
*Invitación de VivaColombia y Hotel Punta Faro

Algunos salen en kayak (izquierda); otros se montan en un 'paddle board' – una tabla sobre la que se avanza de pie, hundiendo un remo en el agua. Foto: Juan Uribe

Algunos salen en kayak (izquierda); otros se montan en un ‘paddle board’ – una tabla sobre la que se avanza de pie, hundiendo un remo en el agua. Foto: Juan Uribe

Hay mucho para hacer
Algunas actividades en Punta Faro: kayak, snorkel, tenis y buceo. La aerolínea de bajo costo VivaColombia vuela entre Bogotá y Cartagena. Desde 69.900 pesos por trayecto. http://www.vivacolombia.co. Hotel Punta Faro. Desde 295.000 pesos por noche por persona (en acomodación doble), con tres comidas diarias; persona adicional, 190.000 pesos. Ida y vuelta desde Cartagena, 150.000 pesos. http://www.puntafaro.com

Las delicias de Abasto Bodega

En Abasto Bodega, en Usaquén, productores de alimentos orgánicos venden quesos, mieles, hortalizas y mucho más. Cada sabor esconde una historia en este sitio del norte de Bogotá.

Productores de alimentos orgánicos se reúnen el primer sábado de cada mes en Abasto Bodega, en Usaquén, en el norte de Bogotá. Foto: Juan Uribe

Productores de alimentos orgánicos se reúnen el primer sábado de cada mes en Abasto Bodega, en Usaquén, en el norte de Bogotá. Foto: Juan Uribe

Abasto Bodega no es un supermercado. Aquí no hay pasillos con anaqueles repletos de gaseosas, pizzas congeladas, mezclas para hacer pancakes y paquetes vistosos de papas fritas con sabor a barbecue. En este edificio de ladrillo que se levanta al pie de los cerros orientales en una calle empinada de Usaquén, en el norte de Bogotá, las miradas no se clavan en el piso para ignorar a quienes caminan al lado. Todo lo contrario: aquí la gente intercambia sonrisas y gestos amables.

Al atravesar la puerta se ve una mesa larga de madera alrededor de la cual las personas conversan. Allí, como ocurre todos los primeros sábados de cada mes, están sentados quienes vienen a ofrecer sus productos: hoy, entre otras cosas, hay cacao que se cultiva en Santander, Tumaco, Arauca y la Sierra Nevada; quinua traída de Chiquinquirá, Guasca y Saboyá; queso de La Calera y también yogur de Subachoque. Detrás de los sabores están las historias.

Todas ellas reflejan una realidad esperanzadora que demuestra que sí es posible establecer una buena relación con la Tierra y, de paso, mejorar la calidad de vida de las comunidades. Eso es lo que el ecólogo Carlos Rojas y su empresa, De los Montes Cacao y Chocolate, han conseguido en San Vicente de Chucurí (Santander), donde trabajan con una cooperativa de 70 productores que tienen cultivos de cacao de entre 4 y 70 hectáreas. “Se trata de que los campesinos reciban lo que realmente vale su cacao. Ese es nuestro objetivo y generar conciencia por los productos orgánicos, pues de allí se deriva el bienestar social”, afirma al exhibir las barras de chocolate de taza criollo y frutal que vende, todas con ciento por ciento de cacao y sin azúcar.

Rojas tiene algunas certezas: nada es infinito y es preciso trabajar para que las cosas no se acaben y el ecosistema se realimente. Por eso el cacao se siembra entre árboles de mandarina, limón, guama y maderables como el móncoro. De esta manera se incentiva la biodiversidad de especies, que a su vez beneficia a las aves que migran de Norteamérica y se detienen en este punto del oriente de Colombia.

Caramelos y barras de cereales son algunos productos a base de quinua que elabora la empresa Nutri Q Life Plus. Foto: Juan Uribe

Caramelos y barras de cereales son algunos productos a base de quinua que elabora la empresa Nutri Q Life Plus. Foto: Juan Uribe

Otro sabor agradable en Abasto Bodega lo da la quinua, un grano que fue uno de los principales alimentos de los pueblos andinos antes de la llegada de los europeos. Aquí, gracias a la empresa Nutri Q Life Plus, se consigue quinua soplada con sabores a fresa y a cacao que, a diferencia de los cereales importados para el desayuno, no contiene químicos y se endulza con fructosa y estevia. También son deliciosas las barras de quinua, hojuelas de avena, ajonjolí, amaranto y jarabe de yacón (un tubérculo).

Más que un mercado campesino, Abasto Bodega es una escuela donde se aprende que el ser humano puede tener un impacto positivo en el planeta cuando deja de seguir las órdenes que desde la televisión le gritan para que siga comprando cosas sin moderación, una manía con la que muchas veces sin darse cuenta ayuda a seguir arrasando con los recursos naturales.

Este lugar, que no es un simple expendio de alimentos, está marcado por una filosofía que explica la chef Luz Beatriz Vélez Londoño, una de las dueñas del restaurante Abasto: “Nos interesa apoyar a los pequeños productores que están buscando mercado, que hacen las cosas con amor, cuidado y dedicación”. Para comprender mejor lo que ella hace es útil saber que pertenece al movimiento Slow Food (comida lenta), que surgió en la década de 1980 con el fin de contrarrestar el auge de la comida y la vida rápidas, la desaparición de tradiciones culinarias locales y la pérdida de interés de la gente en la procedencia, el sabor y el efecto que lo que come tiene en el resto del mundo.

Anaís Muñoz (izquierda) y Andrea Montoya representan a siete productores campesinos de Usme, Ciudad Bolívar y Sumapaz, en el suroriente de Bogotá. Foto: Juan Uribe

Anaís Muñoz (izquierda) y Andrea Montoya representan a siete productores campesinos de Usme, Ciudad Bolívar y Sumapaz, en el suroriente de Bogotá. Foto: Juan Uribe

Esa idea es clara para Anaís Muñoz, una de las 50 proveedoras de Abasto. Ella es una campesina de Usme, en el suroriente de Bogotá, que hoy vino con su colega Andrea Montoya en representación de siete productores de Usme, Ciudad Bolívar y Sumapaz. “Estas manos cultivan todo lo que ve acá”, dice mientras señala canastas llenas de curuba, uchuba (*), brócoli, fresas y cebolla larga. “Mejoramos nuestra calidad de vida y somos felices en nuestro territorio”, asegura al hacer énfasis en que ella y sus vecinos siembran todo sin usar químicos y “con mucho amor por la madre Tierra”.

Por eso rescata costumbres de sus abuelos, como regar cenizas en el suelo –que aportan silicio– y utilizar pellejos de papa y otros restos que salen de la cocina para hacer abono. Nada se pierde. “De las mismas plantas sacamos productos con los que fumigamos. Por ejemplo, la hortiga y la hoja de la papaya sirven para combatir la gota de la papa (una plaga)”, dice.

Esa felicidad de vivir en armonía con el ambiente la comparte Andrés Montes, un biólogo que fabrica yogur natural y queso de yogur (preparado con sal marina, tomillo y menta) en Subachoque, en una finca donde se practica la reforestación, pues se combina la producción de ganado con la siembra de árboles como alisos y saucos.

Su empresa, Agromonte, solamente emplea abonos orgánicos y no fumiga con químicos los pastos que comen las vacas. “La producción es artesanal. Usamos frascos de vidrio para evitar los plásticos y porque creemos en el sabor puro”, señala al hablar de su “proyecto de vida en el campo” que le permite alimentar a su bebecita de 9 meses con compotas hechas a base de hortalizas que cultiva en su huerta, como brócoli, coliflor y calabacín.

Para evolucionar hasta este punto le sirvió haber vivido durante cinco años en Nazareth, en La Guajira, donde de la arena del desierto logró que brotaran maíz, ahuyama y fríjol. “Allá el problema es el agua, pero hay mucha luz. En todo sitio se puede producir. La tierra es muy agradecida si usted la trata con amor”, afirma para referirse a la agricultura sostenible que practica, gracias a la cual ha dado “un paso hacia la autonomía”.

Abasto Bodega, en Usaquén, apoya a pequeños productores  "que hacen las cosas con amor, cuidado y dedicación", según la chef Luz Beatriz Vélez Londoño. Foto: Juan Uribe

Abasto Bodega, en Usaquén, apoya a pequeños productores “que hacen las cosas con amor, cuidado y dedicación”, según la chef Luz Beatriz Vélez Londoño. Foto: Juan Uribe

Ese camino hacia la autosuficiencia también lo recorre Gloria de Luque, quien con su pelo blanco recogido en una cola de caballo permanece en una esquina de la mesa mientras atiende a los visitantes. Esta bogotana, médica especializada en ginecología y obstetricia, ejerció su profesión durante tres décadas y crió a sus cuatro hijos antes de dedicarse a elaborar quesos en La Calera, al oriente de la capital, hace nueve años.

Su formación científica le ha ayudado a ser cada día una mejor quesera porque sabe de la importancia de la asepsia y entiende la bioquímica de la leche. El resto de los buenos resultados se lo atribuye a la creatividad – tiene su versión del Pepper Jack y dos distintas del queso de pimiento – y a la paciencia, pues es capaz de trabajar tres días seguidos en un queso azul y es consciente de que algunos quesos debe dejarlos madurar por más de cuatro meses. “Me da una gran satisfacción que a la gente le gusten mis cosas”, cuenta y dice estar agradecida con la vida por hacer lo que le encanta y disfrutar de cosas sencillas como ver “felices” a las vacas que le dan la leche para hacer queso, y de cuya dieta hacen parte el pasto, la alfalfa, la avena y el heno.

Felices y bien alimentados, como las vacas de La Calera, también quedan quienes visitan Abasto Bodega, pues a un lado de la mesa donde se ofrecen los productos orgánicos y en las mesas del segundo piso se pueden probar delicias como choripán de chorizo santarrosano; tortas de almojábana y chocolate; panes de centeno y de granola; crumble de frutos rojos y manzana; flan de coco y pollo de campo.
Abasto Bodega resulta fascinante porque, entre otras cosas, aquí el tiempo pierde importancia. Este es un oasis de calma en un mundo de confusión, un sitio donde al percibir la paz y la tranquilidad en las personas que lo visitan se entiende que una clave de la felicidad está en trabajar en lo que a cada uno le gusta. Es evidente que aquí las cosas se hacen con amor y cuando eso sucede es imposible que salgan mal.

Abasto Bodega: Calle 120A N° 3A-05, Usaquén. Tel: 620 5262; http://www.abasto.co.
Productos de Usme, Ciudad Bolívar y Sumapaz: 320 225 1553, 316 670 5999.
De los Montes Cacao y Chocolate: http://www.delosmontes.jimdo.com; vivodelosmontes@gmail.com; 317 886 8176.
Nutri Q Life Plus (Quinua y amaranto): http://www.quinuayamaranto.com; nutriqlifeplus@yahoo.com.mx; 608 6407, 310 343 1767, 314 400 6197,
Quesería Gloria de Luque: gluque4@gmail.com, 320 303 1333.
Cacao de Colombia: http://www.cacaodecolombia.com; j.ramos@cacaodecolombia.com

(*) En UCHUBA, no se trata de un error de ortografía. La palabra uchuba proviene del muisca, el idioma de los chibchas, que la adjudicaron a ese fruto amarillo tan conocido hoy y que nada tiene que ver con las milenarias uvas. Genéticamente son muy diferentes. Geográficamente la una es del Medio Oriente y la uchuba, tan nuestra como los cubios, las hibias y las curubas. Cito la definición que de ella hace Rufino José Cuervo en la página 644- edición de Camacho Roldán y Tamayo, Bogotá, 1907, en sus Apuntaciones críticas: “”….y de varios en –uba , -ubo que parecen formados de uba, flor, grano, como curuba, uchuba, cucubo, hay otras palabras que probablemente son chibchas(…) Obra citada en la página 644. Concepto ratificado por Luis López de Mesa en su Escrutinio sociológico de la historia de Colombia: “A esto habría que agregar(…)piñas, pitahayas, chirimoyas…papayas, mameyes, uchubas (o phiysalis), corozos y pasifloras. (Página 92 del libro mencionado).

‘De la paz debemos apropiarnos’

A propósito del XII Seminario Turismo y Paz ‘El turismo le abre las puertas a la paz’, que tendrá lugar en Bogotá el 27 de junio, Javier Gómez Rueda, presidente de la Federación Colombiana de Ecoparques, Ecoturismo y Turismo de Aventura (FEDEC), hace un análisis sobre el papel del turismo en la consecución de esta gran meta nacional.

El evento es organizado por FEDEC, COTELCO (Asociación Hotelera y Turística de Colombia) y ANATO (Asociación Colombiana de Agencias de Viajes y Turismo), con la participación de la Organización Mundial del Turismo (OMT), el Fondo Nacional de Turismo (FONTUR) y el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo.

Las comunidades locales se vinculan con el turismo de aventura. De esta manera se generan empleo y desarrollo económico. Foto: Juan Uribe

Las comunidades locales se vinculan con el turismo de aventura. De esta manera se generan empleo y desarrollo económico. Foto: Juan Uribe

Por Javier Gómez Rueda, presidente de la Federación Colombiana de Ecoparques, Ecoturismo y Turismo de Aventura (FEDEC)

El turismo es un instrumento valioso como aporte definitivo para la realización de la paz. La nueva imagen del país fortalece la promoción y provocará el aumento en la llegada de turistas extranjeros. En cuanto a los destinos nacionales, debemos incursionar en las regiones que tienen el mayor potencial y que hacen más competitivo al país para el turismo de naturaleza y el ecoturismo, pues en ellas los impactos del conflict han sido mayores y debido a esto han permanecido sumidas en la pobreza y el abandono, también como consecuencia de la poca inversión del Estado. Aunque este asunto ha cambiado en los últimos años, dichas zonas han estado excluidas del desarrollo nacional, por lo que se necesitan más presencia del Estado y mayor inversión privada.
Esta debilidad se puede convertir en una gran fortaleza: un producto novedoso que incorpora la paz en el territorio y en su gente, aprovechando la gran oferta de fauna y flora que antes no conocíamos. Así, pues, ¿cómo podemos vincular a la comunidad en la propuesta y cuál sería el modelo para construir?
Nuestro plan sectorial de turismo 2011 -2014 establece “la sostenibilidad” como base y el “turismo de naturaleza” como una prioridad para fortalecer la oferta de estos destinos diferenciadores. Los objetivos son vincular a la comunidad, generar empleo y desarrollo económico; fortalecer la cultura auténtica, minimizando los impactos del turismo; y lograr una adecuada relación entre los sectores público y privado.

El desarrollo de pilotos de Turismo de Naturaleza hacia la paz se inició en Tobia- Nimaima (Cundinamarca) en 1997. Allí, a solo una hora y media por la vía de Bogotá a Villeta, se destaca un gran potencial en recursos naturales para la práctica de actividades de aventura alrededor del río Negro. Hay cascadas, senderos, majestuosos cañones y se vincula a la población local en su práctica con adecuados procesos de capacitación. Se trata de una exitosa réplica de la experiencia que años atrás desarrollamos en San Gil (Santander). Tobia es hoy el segundo destino de turismo de aventura del país y la zona más segura y progresista en la que se ha desarrollado este tipo de prácticas generadoras de empleo.

Caño Cristales – Municipio de la Macarena

Mediante acciones conjuntas, acompañamos desde hace dos años a los actores locales para hacer más visible la región como un destino de turismo seguro y competitivo. A través de la promoción nacional e internacional durante 2013, el incremento de turistas fue de 30 por ciento, con gran presencia de visitantes extranjeros. Hoy La Macarena es considerada como un destino de fortalecimiento y de carácter asociativo que vincula activamente a todos los actores. Actualmente se está trabajando en la capacidad de carga y en el mejoramiento de la infraestructura para el turismo.

La Macarena, donde queda Caño Cristales, es considerada como un destino de fortalecimiento y de carácter asociativo que vincula activamente a todos los actores. Foto: Cortesía de Javier Gómez

La Macarena, donde queda Caño Cristales, es considerada como un destino de fortalecimiento y de carácter asociativo que vincula activamente a todos los actores. Foto: Cortesía de Javier Gómez

Corredor de Ciudad Perdida – Santa Marta

Con la conformación de la Corporación Teyuna se logró la integración de diferentes grupos y comunidades: indígenas, campesinos, guías de turismo y agencias operadoras. De esta forma se convirtió en un destino más seguro, con mayor presencia de turistas nacionales y extranjeros. Así se armoniza la cadena turística.

No debemos esperar a que el proceso de paz se oficialice para continuar con el trabajo en las regiones inmersas en este conflicto. Muestra de los logros obtenidos son: Tobia en 1997; Caño Cristales en 2010; el desarrollo del sendero hacia Ciudad Perdida y los acuerdos del comité de trekking suscritos en 2010.

Otro ejemplo de esta visión fue la Expedición a Bocagrande (Tumaco-Nariño) en octubre de 2013, en la que se propuso una apuesta novedosa para el Pacifico en medio del conflicto. Los turistas locales viajaron a Tumaco y disfrutaron del espectáculo de avistamiento de ballenas y de vuelos en ultraliviano por la isla. También hicieron caminatas ecológicas por la playa y se enteraron de historias de piratas y filibusteros, en medio de un ambiente cargado de cultura y naturaleza. Fue tanta la acogida de esta iniciativa que este año se han programado seis expediciones, entre julio y septiembre, denominadas la ‘Reconquista del Pacifico nariñense’.

La verdadera expresión del turismo sostenible es esa: vincular a la comunidad como protagonista del proceso, acompañarla en la capacitación y en la formación; obtener la adecuada inversión en infraestructura necesaria para el turismo y promover esos destinos.

¿Cómo podría ser el nuevo modelo?

En el plan sectorial de turismo 2011- 2014 logramos que se incluyera el Turismo de Naturaleza como una modalidad de turismo que se convirtiera en el instrumento valioso para el posicionamiento de Colombia a nivel internacional: ‘Colombia, Turismo de Naturaleza’, sin olvidar que el turismo interno, el nacional, es fundamental para el desarrollo del país.

Si bien este plan sectorial expone claramente la diferencia entre Turismo de Aventura y Turismo de Naturaleza; Aventura y Naturaleza se armonizan para generar una relación causal en su desarrollo. El Turismo de Aventura es el punto de partida del turismo de naturaleza; la aventura la disfrutamos en las áreas naturales: ríos, bosques, senderos y montañas, y debe ser sostenible en los aspectos ambiental, sociocultural, económico y en la articulación interinstitucional público-privada.

La aventura la disfrutamos en las áreas naturales: ríos, bosques, senderos y montañas, y debe  ser sostenible en los aspectos ambiental, sociocultural, económico y en la articulación interinstitucional público-privada. Foto: Juan Uribe

La aventura la disfrutamos en las áreas naturales: ríos, bosques, senderos y montañas, y debe ser sostenible en los aspectos ambiental, sociocultural, económico y en la articulación interinstitucional público-privada. Foto: Juan Uribe

Colombia le apuesta a un Turismo de Naturaleza sostenible…

¿Cómo afrontar este reto ante la disyuntiva que se nos presenta? ¿Cómo lograr que las comunidades locales se apropien de un desarrollo centrado en el turismo? De otro lado surgen las modificaciones que introduce el turismo en el ambiente natural, que lo afecta, lo trasforma y, en muchos casos, lo destruye. ¿Cómo minimizarlas?

Si la comunidad regresa a esos territorios se los apropia y los conserva, teniendo en cuenta además para el nuevo modelo los siguientes aspectos:

-El eslabonamiento de cadenas productivas
El eslabonamiento de cadenas productivas para el turismo en general, y en particular para el Turismo de Naturaleza, permite el fortalecimiento del carácter asociativo, identificando actores y roles por desarrollar, permitiendo implementar adecuadamente programas de formación para mejorar la competitividad, no solo para la obtención de beneficios económicos sino también para la revalorización social y cultural de la comunidad. Se trata de buscar que el modelo de desarrollo turístico aplicado concuerde con el desarrollo local.

-Adecuada articulación público-privada:
La adecuada articulación público-privada es fundamental. Es llamada también ‘alianza público- privada’, sobre temas precisos en los que el sector privado tenga la oportunidad de hacer los aportes y reflexiones y que sean tenidos en cuenta para que las políticas sean el resultado de la concertación.

-Mayor descentralización de los procesos del turismo a las regiones:
En concordancia con lo anterior, ampliar la participación a los actores del turismo en el territorio nacional para hacer sostenibles los acuerdos y los convenios. Si bien la ley 1558 de 2012 establece algunos mecanismos, es urgente su reglamentación para que empiecen a funcionar.

-Mayor inversión en proyectos productivos y de infraestructura en esas regiones olvidadas:
armonía y equidad en su distribución regional.

Para lograr lo anterior es necesario un cambio de actitud de nosotros mismos como líderes de los sectores que representamos. El respeto, la ética en nuestras relaciones hacia las comunidades y el medio ambiente son fundamentales, es la paz con el medio ambiente, conservándolo; es la paz mediante el respeto a las culturas locales. ¡De la paz debemos apropiarnos!

Nadando en el Orinoco

La estrella fluvial de oriente, donde se unen los ríos Guaviare, Atabapo y Orinoco, está 45 minutos al norte de Inírida. Allí es posible zambullirse en las aguas del tercer río más caudaloso del mundo.

De izquierda a derecha, Sebastien Longhurst, Juan Uribe y Toya Viudes se dan un baño en el río Orinoco. Foto: Cortesía de Sebastien Longhurst

De izquierda a derecha, Sebastien Longhurst, Juan Uribe y Toya Viudes se dan un baño en el río Orinoco. Foto: Cortesía de Sebastien Longhurst

Si no fuera porque la lancha que los ha traído desde Inírida está a pocos metros, es probable que los tres viajeros que acaban de lanzarse al agua ya hubieran entrado en pánico. Flotan en el Orinoco, el tercer río más caudaloso del mundo, en medio de lo que el naturalista y explorador alemán Alexander Von Humboldt bautizó como la estrella fluvial del oriente debido a que en este punto también confluyen los ríos Atabapo y Guaviare.
Las orillas apenas se alcanzan a ver desde el agua, pero afortunadamente la lancha está al alcance con un par de brazadas y de pie sobre ella el guía, Mauricio Bernal, se asegura de que sus pasajeros estén a salvo. Ellos se sienten tranquilos y se ríen, aunque perciben que la fuerza de la corriente los obliga a mover brazos y piernas constantemente para no ser arrastrados quién sabe hasta dónde.
Ahora, un par de horas después de haber aterrizado, están felices como niños en una piscina. Habían ido del avión directamente a las sabanas ubicadas cinco kilómetros al sur del aeropuerto César Gaviria Trujillo para ver donde crece la flor de Inírida, que le da su nombre a la capital del departamento del Guainía. “Dentro de 15 días nadie podrá entrar aquí a pie porque todo va a estar inundado”, les había informado el guía, que se refería a las alteraciones que sufre el paisaje debido al clima.

Cinco kilómetros al sur del aeropuerto César Gaviria Trujillo crece la flor de Inírida, que le da su nombre a la capital del departamento del Guainía. Foto: Juan Uribe

Cinco kilómetros al sur del aeropuerto César Gaviria Trujillo crece la flor de Inírida, que le da su nombre a la capital del departamento del Guainía. Foto: Juan Uribe

En invierno, de abril a noviembre, las lluvias aumentan el caudal de ríos como el Inírida y hacen que el paisaje reverdezca; pero en verano, entre diciembre y marzo, las aguas ceden terreno y unos metros debajo de donde antes navegaban canoas aparecen pictogramas indígenas en las rocas. Incluso se forman algunas playas. Una de ellas todavía se observa a principios de mayo frente al puerto, de donde Bernal y sus huéspedes se habían embarcado con dirección al norte para viajar hasta la estrella fluvial.
Unos diez minutos después de haber partido habían llegado al punto en el que el Inírida pierde su nombre y toma el del Guaviare, que nace en la cordillera Oriental y fluye cargado de sedimentos. Allí se forma un remolino de espumas en el que se confunden el tono ocre del Guaviare y el negro del río Inírida. El color de este último obedece a la abundante vegetación de la selva, donde tiene su origen.
Según Bernal, hasta 800 metros pueden separar las orillas. En ellas crecen platanales y se yerguen ceibas tan altas como un edificio de ocho pisos al lado de ranchos con techo de chiqui chiqui, una palma a partir de la cual se fabrican artesanías hechas de arcilla y la ceniza de un árbol. Entre otros sitios, este trabajo se lleva a cabo en la comunidad de Coco Viejo, en la margen oriental del río.

Es posible pasar la noche en Maviso, una antigua base militar sobre el río Atabapo que ahora está abandonada. Foto: Juan Uribe

Es posible pasar la noche en Maviso, una antigua base militar sobre el río Atabapo que ahora está abandonada. Foto: Juan Uribe

Tres cuartos de hora pasan antes de que los turistas se encuentren de frente con la frontera venezolana, en el pueblo de San Fernando de Atabapo. Aquí los ríos Atabapo y Guaviare descargan sus aguas en el Orinoco, un gigante de 2.140 kilómetros que desemboca en el océano Atlántico y en el que ahora tres personas han saltado al agua y se zambullen.
Luego del chapuzón se montan de nuevo en la lancha que los llevará a pasar la noche en Maviso, una antigua base militar sobre el río Atabapo que ahora está abandonada y donde de noche se oye la respiración de las toninas, los famosos delfines rosados. El sol ya se ha puesto y en el cielo estrellado se dibuja la sonrisa de la luna. Los pasajeros también ríen. No todos los días se nada en el Orinoco.

 

*Invitación de Satena

San Joaquín es un oasis en Guainía

Cerca del cerro Mavecure se encuentra el caño San Joaquín, un sitio tranquilo donde el agua es negra y transparente. Hasta aquí vienen los turistas a nadar y asolearse.

El caño San Joaquín, cerca del cerro Mavecure, es un sitio tranquilo donde los turistas pueden nadar y asolearse. Foto: Juan Uribe

El caño San Joaquín, cerca del cerro Mavecure, es un sitio tranquilo donde los turistas pueden nadar y asolearse. Foto: Juan Uribe

 

El caño San Joaquín está al sur del cerro Mavecure, luego de un viaje de cinco minutos en el que la lancha rápida se ciñe a las curvas cerradas del cauce del río Inírida. En este sitio, en la selva del Guainía, es posible tomar el sol como en una playa, aunque con algunas diferencias respecto del mar.

Las únicas olas las producen las canoas que van de pueblo en pueblo y el horizonte lo reducen filas de arbustos ubicados a unos doscientos metros del punto donde los turistas se tienden a broncearse: una laja blanca que viene de un cerro y se zambulle en el agua negra.

A pesar de este color, que se lo da su origen amazónico, el caño es transparente. Al entrar en él se produce un fenómeno extraño que hace que la piel de una persona se vea amarilla unos centímetros bajo la superficie; y que luego parezca anaranjada y roja a medida que se sumerge más.

“La base del caño es pura roca y el color, como el del té, se debe a la vegetación que se descompone”, explica Mauricio Bernal, guía que organiza planes turísticos desde Inírida por diferentes sitios del Guainía.

El color de la piel cambia bajo el agua del caño San Joaquín. Foto: Juan Uribe

El color de la piel cambia bajo el agua del caño San Joaquín. Foto: Juan Uribe

A San Joaquín se viene en busca de calma y silencio, que solamente interrumpen los remos al entrar y salir del agua para impulsar el pequeño bote de madera en el que una pareja de indígenas y su hijo navegan con su perro.

Luego de pasar la tarde en el agua los viajeros pueden ir a Venado, una comunidad donde viven cerca de 240 personas. El capitán de este grupo es Carlos Julio Rodríguez Caldas, de la etnia wuanano, quien habla sobre la diversidad de este pueblito en miniatura, en el que existen dos calles paralelas sembradas de pasto y donde el bahareque se usa para construir casas.

“Aquí hay gente de varias etnias (puinabes, wuananos, cubeos, guahibos, curripacos…) y todos se llevan bien”, cuenta el capitán. Él y su esposa, Rita, tienen dos hijos. “Cada niño que va naciendo aprende español; luego les enseño el wuanano. Rita es puinabe y de pronto después los hijos aprenderán también el curripaco y el cubeo con sus amigos”, afirma.

La vida en la comunidad de Venado gira en torno al río Inírida. Foto: Juan Uribe

La vida en la comunidad de Venado gira en torno al río Inírida. Foto: Juan Uribe

En Venado la vida es sencilla y, al igual que en las comunidades de la zona, gira en torno al río. Por las tardes las mujeres bajan a la orilla con baldes llenos de ropa sucia para lavarla. Allí se bañan varias personas por la noche antes de irse a dormir en casas con techos de chiqui chiqui, una fibra que también se usa para elaborar artesanías.

Por el caño San Joaquín pasan familias indígenas en sus canoas. Foto: Juan Uribe

Por el caño San Joaquín pasan familias indígenas en sus canoas. Foto: Juan Uribe

Carlos Julio Rodríguez Caldas, de la etnia wuanano, es capitán de la comunidad de Venado, en Guainía. Foto: Juan Uribe

Carlos Julio Rodríguez Caldas, de la etnia wuanano, es capitán de la comunidad de Venado, en Guainía. Foto: Juan Uribe

La comida tampoco es sofisticada. Se cultivan la yuca brava, que sirve para preparar el casabe (una especie de arepa); el mañoco (una bebida refrescante hecha con casabe) y la yuca dulce. Para comer se cazan lapas, dantas y, por supuesto, venados.

Desde Venado se aprecia cerro Mono, la roca con forma de domo que en noches de tormenta se cubre por completo de nubes. Cuando sale el sol la neblina se disipa poco a poco y deja a la vista hebras plateadas de agua que corren desde la cumbre cerro abajo, a la orilla del río, donde la lancha con los turistas ya va de regreso hacia Inírida.

*Invitación de Satena

Mavecure, una isla en el tiempo

Este cerro del Guainía es junto con los vecinos Mono y Pajarito una de las primeras rocas que se formaron en la Tierra. Subir por sus cuestas junto al río Inírida es una aventura inolvidable.

A los cerros Mono (izquierda) y Mavecure (derecha) se llega luego de un viaje de una hora y media en lancha rápida. Foto: Juan Uribe

A los cerros Mono (izquierda) y Mavecure (derecha) se llega luego de un viaje de una hora y media en lancha rápida. Foto: Juan Uribe

Juan Uribe

Especial para Satena

Al mirar atrás desde la lancha que viaja hacia el sur por el río Inírida, los cerros Mono y Pajarito que se levantan sobre la margen occidental parecen unirse y formar una imagen extraña. Con un poco de imaginación se descubre lo que cada uno quiera ver en esas siluetas de roca que son símbolo del departamento del Guainía: puede ser un sombrero gigante; un tobogán sobre la selva tupida de árboles de 30 y más metros; una anaconda que ha engullido una vaca…

Este punto de la Orinoquia está cerca de la frontera con Venezuela, no muy lejos de donde el mapa de Colombia se alarga hacia abajo como si fuera la trompa de un oso hormiguero para internarse en Brasil. Hasta aquí, en los cerros de Mavecure, se llega desde Inírida, la capital del departamento, después de un viaje de una hora y media en lancha rápida, que en la región llaman voladora.

En esta zona del oriente del país los ríos son las vías que comunican a los pueblos. Por eso por el Guaviare, el Atabapo y el Orinoco navegan bongos, unas canoas angostas de cerca de 10 metros fabricadas con troncos de árboles en las que algunas personas sostienen sombrillas para protegerse del sol. También circulan falcas, unas embarcaciones más grandes que transportan pasajeros y mercancías.

Aquí, en el corregimiento de San Felipe, el río Inírida serpentea entre la selva y abraza los cerros Mavecure, Mono y Pajarito, tres elevaciones de rocas graníticas que fascinan a viajeros de todo el mundo. La más alta es Mavecure: mide 250 metros, según el Diccionario Geográfico del Instituto Agustín Codazzi, y puede subirse hasta la cima.

El cerro Mavecure, al fondo, mide 250 metros de altura y hace parte del escudo guayanés. Foto: Juan Uribe

El cerro Mavecure, al fondo, mide 250 metros de altura y hace parte del escudo guayanés. Foto: Juan Uribe

Trepar por las pendientes abruptas y redondeadas de Mavecure es mucho más que una simple caminata. De cierto modo significa viajar en el tiempo hasta la época geológica inicial de la Tierra, cuando la actividad volcánica en el planeta era intensa y aparecieron las primeras formas de vida. Esta, al igual que Mono y Pajarito, al otro lado del río, no es cualquier roca. Las tres hacen parte del escudo guayanés y surgieron en la era Precámbrica, que abarca desde hace unos 5.000 millones de años hasta 570 millones de años atrás.

Guillermo Rodríguez camina sobre ese montón de tiempo acumulado bajo los pies para guiar a los turistas durante la excursión. Equipado solamente con una camiseta amarilla de la Selección Colombia, pantaloneta azul y unas chanclas de las que tienen una tira de caucho que se acomoda entre el dedo gordo del pie y el siguiente, este hombre es el Lucho Herrera del Guainía en las lomas. Casi ni toma agua mientras los turistas se derriten bajo el sol y tienen que desgastar las suelas de sus zapatos de goma y aferrarse con las manos a la ladera, empinada como un rodadero.

Guillermo vive a unos minutos en lancha, en la comunidad de Venado, donde habitan unos 240 indígenas de las etnias curripaco, guahibo y puinave, entre otras. Él sube con frecuencia al cerro y no siente el esfuerzo como quienes vienen de otras partes a admirar el paisaje.

Al guía Guillermo Rodríguez le bastan unas chanclas para subir el cerro Mavecure, en Guainía. Foto: Juan Uribe

Al guía Guillermo Rodríguez le bastan unas chanclas para subir el cerro Mavecure, en Guainía. Foto: Juan Uribe

“Hay que tener muy buena condición física porque la cuesta es muy empinada. Es recomendable tomar muchísima agua porque aquí sudas como si te estuvieras bañando en el río”, cuenta la bloguera de viajes Toya Viudes, una española que hace tres años se enamoró de Colombia y a quien le encanta viajar a destinos que se salen de las rutas turísticas tradicionales. Guainía, claramente, es uno de ellos.

Luego de ascender durante una media hora se llega a una de las pocas partes más o menos llanas de Mavecure, desde donde se observa el río Inírida como una autopista enorme que se abre paso entre la selva. Se divisa también cerro Diablo, un domo completamente cubierto de vegetación que se erige sobre los árboles.

Hacia el occidente el sol ya comienza a esconderse detrás de Mono y Pajarito, otras dos rocas que han sido testigos silenciosos de la historia temprana de la Tierra: Mono tiene el aspecto de un ponqué redondo y a la derecha está Pajarito, con una especie de cresta que sobresale del resto de la mole. En ambos se resbalan unos hilos blancos por sus pendientes. Son rastros que han dejado los aguaceros de los últimos días.

Así se ve el río Inírida desde el cerro Mavecure, en Guainía. Foto: Juan Uribe

Así se ve el río Inírida desde el cerro Mavecure, en Guainía. Foto: Juan Uribe

Hoy no ha llovido, lo que haría casi imposible mantenerse de pie sobre las faldas de Mavecure; pero ya son casi las 5 de la tarde y Guillermo dice que faltan 20 minutos más de camino por una cuesta aún más pronunciada para llegar a la cima. La subida es lo de menos; el problema es que luego hay que bajar y no soy particularmente aficionado a las alturas. Quiero descender del cerro con suficiente luz para saber dónde piso.

Guillermo y otros dos turistas continúan el camino, que mira hacia el cielo. Yo emprendo el regreso lentamente, caminando en zigzag por cuestas que parecen un deslizadero. De vez en cuando miro hacia arriba. Allá está Guillermo con su camiseta amarilla. Una vez más ha conquistado el Mavecure. Yo me quedo contemplando el paisaje. Respiro hondo y pienso en que estoy parado sobre una de las primeras rocas del planeta. También, en que es una virtud saber cuándo devolverse.

*Invitación de Satena

 

 

Dónde alojarse

Toninas Hotel. Inírida (Guainía). Calle 16 N° 5-112. (8) 565 6027, 310 303 5130.

El ojo de Stephan Riedel

Las fotografías que este alemán ha tomado por toda Colombia son el eje de la decoración del EK Hotel, una nueva propuesta de alojamiento de lujo en Bogotá. Historia de un enamorado del país.

Stephan Riedel asegura que el mejor programa que le pueden proponer es salir a tomar fotos. Aquí, en el buque Gloria, durante una travesía por Suramérica en 2010. Foto: Cortesía de Stephan Riedel.

Stephan Riedel asegura que el mejor programa que le pueden proponer es salir a tomar fotos. Aquí, en el buque Gloria, durante una travesía por Suramérica en 2010. Foto: Cortesía de Stephan Riedel.

El alemán Stephan Riedel posa frente a la ampliación de una foto que tomó en el Salto del Tequendama y que adorna el tercer piso del EK Hotel, en Bogotá. Foto: Cortesía de Stephan Riedel.

El alemán Stephan Riedel posa frente a la ampliación de una foto que tomó en el Salto del Tequendama y que adorna el tercer piso del EK Hotel, en Bogotá. Foto: Cortesía de Stephan Riedel.

 

La atracción que Stephan Riedel siente por Colombia ha sido irresistible desde el comienzo. Supo que este país sería el suyo en enero de 1957, cuando tenía 10 años y junto con su mamá acababa de cruzar el Atlántico desde Alemania en un barco bananero que penetraba en la bahía de Santa Marta. La vista de la Sierra Nevada que se levantaba detrás de las montañas lo cautivó.

A que esa primera impresión del país fuera imborrable contribuyeron las paletas de colores que un hombre sacó de su carrito de helados y le ofreció apenas desembarcó: verde limón, uva, naranja, rojo Kola Román… “Fue amor a primera vista”, afirma este fotógrafo al recordar su encuentro con el trópico, que para él fue “alucinante”.

Hasta antes de ese viaje Stephan no conocía el mar, pero casi un mes después de haber zarpado de un puerto cerca de Hamburgo pisaba la arena de la playa en Santa Marta y llenaba sus pulmones con la brisa cálida del Caribe. El cambio había sido brusco, pues en el invierno europeo el solo hecho de respirar le producía dolor en la garganta. Además, donde había nacido, en el sur de la entonces Alemania Oriental, en Brunndöbra, cerca de Chemnitz, los helados eran de chocolate y tenían colores poco vistosos. El Viejo Continente no podía competir con las novedades que América le ponía frente a sus ojos de niño.

Esas imágenes y sensaciones se le grabaron en la memoria y la fascinación que experimentó al estrenar su primera cámara de fotos -una que le había regalado su papá antes de que partiera hacia Colombia- es la misma con la que se ha dedicado a vivir su pasión: “Salir a tomar fotos es el mejor programa que me pueden proponer”, afirma.

No importa si se trata de las rocas de Suesca o de un morichal en el Vichada, pues todas las fotografías las hace “con el alma, con el corazón” y cuando sus ojos azules están al acecho detrás del lente de una cámara no siente hambre ni frío. En esos momentos la concentración de Stephan es total y le permite pasar horas inmerso en su mundo de imágenes.

Una parte importante del trabajo de Stephan se puede apreciar en el EK Hotel (www.ekhoteles.com), donde 360 ampliaciones en blanco y negro de 298 fotos que ha tomado en diferentes sitios de Colombia adornan paredes del piso al techo en los pasillos y en las habitaciones. Las impresiones también están en los vidrios de los baños.

Las fotografías que Stephan Riedel ha tomado en varios sitios de Colombia son el eje de la decoración del EK Hotel, en el norte de Bogotá. Foto: Juan Uribe

Las fotografías que Stephan Riedel ha tomado en varios sitios de Colombia son el eje de la decoración del EK Hotel, en el norte de Bogotá. Foto: Juan Uribe

El hotel, que desde octubre de 2013 se abrió en el norte de Bogotá, en la esquina de la calle 90 con la carrera 11, es una galería permanente donde se pueden descubrir ángulos diferentes de destinos que Stephan conoce casi de memoria. “Creo que lo que más he hecho en Colombia es viajar y tomar fotos”, asegura.

Al salir del ascensor del EK Hotel, que en el tercer piso tiene la recepción, los huéspedes se encuentran con una imagen del Salto del Tequendama. También hay fotografías de Barichara, de Cartagena, de calles de Bogotá y de muchos otros destinos en los que la mirada de Stephan destaca detalles como fachadas, faroles, techos, plazas, calles empedradas y cúpulas.

Le encanta viajar por tierra. En carro ha ido a Ipiales (Nariño), a los Llanos y a la Costa Caribe (en un mismo año hizo este recorrido cuatro veces desde Bogotá) y cuando sale a tomar fotos lo hace con la curiosidad de quien quiere dejarse sorprender. “Cuando viajo siempre estoy con los ojos abiertos, como un niño”, afirma. Agrega que así como sabe qué le gusta, tiene claro que no le agrada tomar fotos de cosas feas. “Eso no es lo mío”, dice.

“Desde hace 10 años estoy dedicado de lleno a la fotografía en Colombia, mi amada patria adoptiva, y aquí pienso quedarme hasta el fin, mostrando lo hermoso de esta maravillosa tierra”, señala en su página de internet, http://www.photostephan.com.

Stephan, como varios extranjeros que gozan explorando destinos colombianos que están fuera de las rutas turísticas tradicionales, opina que este país tiene sitios ‘prohibidos’ solamente para aquellos que no se atreven a conocer cosas nuevas, que no salen del círculo de los mismos planes de vacaciones: “para los colombianos que creen que Orlando es la última maravilla”, sentencia.

 

EK Hotel, un sitio especial
Al entrar al EK Hotel llama la atención la recepción, ubicada en el tercer piso. Allí, al lado, se encuentra el bar-lounge, donde los huéspedes pueden relajarse mientras los empleados les asignan sus habitaciones.
Los cuartos están dotados con ventanas antirruido, televisores con pantallas de 42 pulgadas, internet inalámbrico gratuito y amenities de la marca Loto, cuya fragancia para los jabones, las cremas y el champú fue creada especialmente para el hotel. Los espacios comunes también tienen un olor particular.
Inf: http://www.ekhoteles.com; reservas@ekhoteles.com; 745 5757.

Gracias al jardín de la terraza del EK Hotel, los extractores succionan el aire fresco y limpio  y lo ponen a circular por los pasillos. Así se reduce el uso de aire acondicionado en el hotel. Foto: Juan Uribe

Gracias al jardín de la terraza del EK Hotel, los extractores succionan el aire fresco y limpio y lo ponen a circular por los pasillos. Así se reduce el uso de aire acondicionado en el hotel. Foto: Juan Uribe

La terraza tiene más que buena vista
Un espacio único en el EK Hotel es la terraza del noveno piso, desde donde se aprecian buenas panorámicas del norte de Bogotá.
Este sitio cuenta con un jardín que además de embellecer el edificio sirve para crear microclimas que permiten reducir el uso de energía.
El jardín se riega por un sistema de goteo y se vigila constantemente para asegurar el buen estado de las plantas que crecen sobre una membrana térmica de fieltro con microceldas. La membrana ayuda a conservar el frío con el fin de que la temperatura se mantenga a 18 grados centígrados en la estructura del hotel.
“La idea es que el aire acondicionado no se necesite”, explica Edwin Miranda, coordinador de mantenimiento del hotel, quien añade que los extractores succionan el aire fresco y limpio de la terraza y lo ponen a circular por los pasillos.

El diseño y las fotos
El diseño interior del EK Hotel estuvo a cargo de Rodrigo Samper, quien define el ambiente logrado como la expresión de lo “contemporáneo que nunca perderá vigencia” gracias a la mezcla de todos los elementos que conforman la decoración.
Samper cuenta que desde cuando conoció el proyecto del EK dentro del centro Urban Plaza pensó en emplear las fotografías de Colombia tomadas por Stephan Riedel como eje central de la decoración en varias zonas de las habitaciones, como las cabeceras de las camas, los separadores de ambientes y algunos muebles. El vidrio impreso con fotos también es un recurso en los baños.
*Invitación del EK Hotel

Pasto, la tierra del cuy

 

El cuy, un roedor cuyo aspecto es similar al del hámster y al del conejo, es protagonista de la gastronomía de Nariño, en el sur de Colombia. En esta entrada el cocinero mayor del asadero de cuyes Pinzón, en Pasto, habla sobre esta delicia local.

 

Un plato de cuy con crispetas, hígado de cuy, papas y ají cuesta 32.000 pesos en el asadero de cuyes Pinzon, en Pasto. Foto: Juan Uribe

Un plato de cuy con crispetas, hígado de cuy, papas y ají cuesta 32.000 pesos en el asadero de cuyes Pinzon, en Pasto. Foto: Juan Uribe

Uno de los cuyólogos más famosos de Pasto nació en Manizales. Luego de haber vivido 19 años en Nariño, 17 de ellos como propietario del asadero de cuyes Pinzón, a Óscar Herrera ya no le fluye fácilmente el acento de eses arrastradas por el que son reconocidas las personas que nacen en las montañas de Caldas.

Este hombre de 47 años estudió zootecnia en la Universidad de Manizales, pero admite que su carrera no le sirvió para aprender lo que le gusta hacer en la vida: preparar cuyes, esos roedores que se ven tan tiernos como un hámster y cuyo cuero crocante y carne suave y jugosa son el resultado delicioso de un proceso artesanal de asado.

Para Herrera, esa es la clave de un buen cuy: saberlo poner al fuego, ensartado en un palo, y darle vueltas sin parar durante 40 minutos. Antes el animal se ha salado luego de haber sido escogido por el mismo dueño del asadero, que se precia de saber qué tan viejo es un cuy con solo tocarlo.

Óscar Herrera aprendió en las fincas de Nariño a identificar cuando un cuy está a punto para ir al asadero. Foto: Juan Uribe

Óscar Herrera aprendió en las fincas de Nariño a identificar cuando un cuy está a punto para ir al asadero. Foto: Juan Uribe

“Eso lo aprendí en las fincas, hablando con las señoras mientras los cuyes corrían por las cocinas. Ellas me enseñaron a coger los cuyes, a ver en ellos cómo es el pelo; a saber si estaban muy flacos o muy gordos y cuáles estaban perfectos para llevarlos al asadero”, explica Herrera.

Él hace énfasis en que estos animalitos son muy delicados, por lo que es preciso saber manipularlos. “Un cuy se puede morir del susto si lo agarran bruscamente. Incluso, hay una expresión para referirse a alguien que es muy nervioso: ‘tiene corazón de cuy’”, explica.

Su único local del barrio Palermo permanece lleno. Allí cada día se asan entre 70 y 80 cuyes, pero los fines de semana esa cifra puede subir hasta los 140. “Si el pastuso tuviera plata, comería cuy todos los días”, dice el dueño del asadero de cuyes Pinzón al referirse a una tradición muy arraigada en Nariño, según la cual una ocasión especial, desde un grado hasta un matrimonio, se celebra con cuy asado.

Un cuy se asa durante 40 minutos en el asadero de cuyes Pinzón, en Pasto. Foto: Juan Uribe

Un cuy se asa durante 40 minutos en el asadero de cuyes Pinzón, en Pasto. Foto: Juan Uribe

De acuerdo con Herrera, es importante que el cuy tenga tres meses y que pese 1.500 gramos. El resto hay que dejárselo a él, que se encarga de que el animal esté en su punto cuando lo sirvan a la mesa recién asado, con crispetas, hígado de cuy, papas pastusas al vapor, ají de maní y huevo cocido mezclado con ají rojo. Esta es una delicia que hay que probar en Pasto.

*Invitación de Satena

Datos de contacto: Asadero de cuyes Pinzón. Carrera 40 N° 19B-76. Barrio Palermo. Tel: (2) 731 3228.

Una esmeralda entre las nubes

 

El volcán Azufral, a 4.070 metros sobre el nivel del mar esconde en su cráter la Laguna Verde, que ofrece un paisaje único en el sur de Nariño. Relato de una caminata entre flores, musgos y un clima cambiante.

 

 

La Laguna Verde se encuentra en el cráter del volcán Azufral, que está a 4.070 metros sobre el nivel del mar. Foto: Juan Uribe

La Laguna Verde se encuentra en el cráter del volcán Azufral, que está a 4.070 metros sobre el nivel del mar. Foto: Juan Uribe

Para comenzar a ascender hasta el volcán Azufral, en el sur de Nariño, es necesario caminar entre las nubes. En este punto del Nudo de los Pastos, el accidente geográfico donde la cordillera de los Andes se divide en tres ramificaciones al entrar a Colombia, los turistas se encuentran a 3.600 metros sobre el nivel del mar, es decir 300 metros más arriba que la altura a la que vuela el avión Beechcraft 1900D que viaja entre Bogotá e Ipiales.

Por eso en la cabaña Chaitán (‘brazo de fuego’, en quechua) de Corponariño, el sitio de partida de esta ruta para ver una laguna con agua de color verde que reposa sobre el cráter de un volcán, no es extraño sentir que la garganta se estrecha y que el aire es escaso.

Tampoco es raro que, una vez que ha comenzado la caminata de cinco kilómetros, el paisaje cambie constantemente. En un minuto el sol puede dejar apreciar los valles y las montañas que se despliegan a ambos lados de la trocha; pero al siguiente el viento es capaz de empujar las nubes para que arropen a los visitantes en el sendero.

El paisaje cambia constantemente en el camino hacia el volcán Azufral. Foto: Juan Uribe

El paisaje cambia constantemente en el camino hacia el volcán Azufral. Foto: Juan Uribe

Cinco kilómetros pueden parecer poco, pero aquí se trata de una distancia que se cubre en no menos de dos horas debido a que el cuerpo tiene que aclimatarse a la altura. De los 3.600 metros sobre el nivel del mar a los que está la cabaña es preciso ascender hasta los 4.070 del mirador desde donde se observa la boca del volcán.

Por eso Narcisa Muriel, la guía que dirige el recorrido, aconseja tomar agua con frecuencia, subir lentamente y, en caso de sentirse mal, devolverse. En todo caso no hay afán. Además, una buena excusa para andar despacio la ofrecen las flores de color lila, así como los musgos verdes, amarillos y blancos que adornan las orillas del camino.

Narcisa nació cerca del volcán, en la vereda San Roque, donde viven unas 600 familias que siembran papa y tienen ganado. Ella conoce bien la zona y para explicarles a los viajeros cómo preservar esta reserva forestal los lleva hasta un sitio donde varios cojines de musgo acumulan agua y la dejan caer en gotas hasta un pocito que se forma al borde del camino.

“Es importante cuidar los musgos porque son retenedores de agua, y si los arrancamos esta reserva forestal no se va a poder mantener húmeda”, asegura y agrega que también les recomienda a los visitantes abstenerse de botar basura y de hacer fogatas.

Narcisa Muriel guía a los viajeros hasta el volcán Azufral. La caminata dura cerca de dos horas. Foto: Juan Uribe

Narcisa Muriel guía a los viajeros hasta el volcán Azufral. La caminata dura cerca de dos horas. Foto: Juan Uribe

La cuesta no es muy pronunciada durante la mayor parte del camino. Poco a poco, con ayuda del agua y de algunas paradas en las que se aprecia cómo la vía serpentea entre la montaña, el organismo se acostumbra a la altura y los pasos se vuelven más ágiles.

No obstante, hay que guardar energía porque para cubrir el último kilómetro, que es empinado como una calle de Manizales, sí se requiere un esfuerzo mayor. Al final aparece el mirador, donde en una choza algunos turistas comparten sándwiches y frutas que han llevado en sus morrales.

La Laguna Verde se divisa 700 metros más abajo: el cráter del volcán Azufral, de 3 kilómetros de diámetro, está tapado por una mancha de color esmeralda. Después de haber quemado calorías durante casi dos horas y media dan ganas de detenerse a contemplar el espectáculo que ofrecen el sol y las nubes mientras se alternan para alumbrar y oscurecer el cuerpo de agua.

El mejor puesto de observación lo ocupa un hombre rubio de pelo y chivera largos. Sentado sobre una tabla que sostienen dos troncos, Sebastian Homberger admira una vista que bien podría ser una ilusión óptica provocada por la fatiga. Este alemán de 31 años, que salió de Berlín en agosto pasado y regresará a su país en junio, no esconde el asombro que le causa la Laguna Verde. Dice que ya estuvo en Centroamérica y que vio ocho volcanes en Guatemala, Honduras y Nicaragua, pero que ninguno es como el Azufral. “Este sitio es único”, afirma.

Hay dos opciones para descender hasta la laguna. Una es por los peldaños de madera que se han improvisado con tablas, pero que con la lluvia de los últimos días se han puesto resbalosos y están llenos de barro; la otra es por una falda menos inclinada, hacia la derecha del mirador. Narcisa escoge la segunda.

La emoción de saber que la Laguna Verde está más cerca con cada paso hace olvidar el cansancio. Al llegar al terreno plano basta caminar unos 100 metros para alcanzar la orilla, donde es fuerte el olor a azufre que proviene del agua.

Como si se tratara de un jacuzzi gigante, de la laguna brotan burbujas por cientos de agujeros que no son más anchos que un dedo. Da la impresión de que el agua está hirviendo, pero al tocarla con la mano se comprueba que está helada. “El color verde se debe a los altos niveles de azufre y las burbujas, a la actividad volcánica”, cuenta Narcisa.

“De acuerdo con el libro Erupciones históricas de los volcanes colombianos (1500 – 1995), de Armando Espinosa, no se conocen erupciones del volcán Azufral, sólo actividad fumarólica de varios siglos atrás”. La cita es tomada de la página de internet del Servicio Geológico Colombiano. Dicha publicación añade que el científico alemán Alexander Von Humboldt, quien estuvo en el Azufral en 1801, estaba persuadido de que el volcán había arrojado su cima, antiguamente aguda.

La actividad del volcán se manifiesta en las burbujas que suben a la superficie de la Laguna Verde. Foto: Juan Uribe

La actividad del volcán se manifiesta en las burbujas que suben a la superficie de la Laguna Verde. Foto: Juan Uribe

Hoy, aparte de las burbujas del agua y de las fumarolas que emanan de un domo de 300 metros de altura que está situado 50 metros a la izquierda de donde desemboca el camino principal, el Azufral parece tranquilo. Desde la cima de ese pequeño cerro, al borde del cual el agua está tan caliente como para poner a cocinar espaguetis, se aprecia mejor la laguna y los turistas que recorren su borde se ven diminutos.

Son casi las 12:30 del mediodía y, al igual que sucedió durante el trayecto hasta aquí, el clima demuestra ser impredecible. La cuesta que se debe bajar para llegar hasta este punto ya está cubierta por una gruesa cortina gris.

“Es mejor que nos devolvamos antes de que llueva porque entonces será muy difícil subir”. Es hora de bajar del domo, subir los peldaños embarrados y emprender el camino de regreso para volver a la cabaña de Corponariño. Ya habrá otra ocasión para volver a la Laguna Verde. Las nubes estarán esperando.

*Invitación de Satena